EL PRINCIPITO Y LA NACIÓN DEL CAMBIO: ENTRE LAS ESTRELLAS PERDIDAS DE LA ÉTICA
“¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” — Isaías 5:20
“Vivimos en una sociedad líquida donde los valores se diluyen entre discursos que prometen progreso, pero siembran confusión. La vida, la niñez, la familia, la maternidad y hasta la muerte se han vuelto temas de debate, manipulados por intereses políticos y agendas internacionales que dicen hablar de derechos, pero que han olvidado el alma del ser humano. Nuestros representantes —los que juraron proteger a los niños, a la familia y la dignidad de la mujer— ya no legislan con conciencia, sino con cálculo.”
En nombre de la libertad han relativizado la vida; en nombre de la igualdad han debilitado la familia; y en nombre del bienestar han permitido que los más indefensos, los niños, sean los primeros en quedar sin voz. Las bancadas que debían defender los principios se han convertido en parte de la maquinaria que los destruye. Votan leyes que permiten la eutanasia como una salida “digna”, mientras ignoran la miseria de los que mueren sin atención médica. Aplauden políticas de derechos sexuales y reproductivos, pero callan ante el aborto que elimina vidas en gestación. Y en cada debate sobre género o familia, se ausentan las voces que deberían recordar que el primer derecho humano es el derecho a vivir y a ser amado dentro de un hogar. Por eso los resultados son tan claros como dolorosos: una sociedad que se emancipa del cielo, un Congreso que legisla sin alma y una generación que crece sin raíces ni esperanza.
Después de una semana en la que el Gobierno mostró abiertamente su postura a favor de los derechos reproductivos, se hizo visible lo que ya se sospechaba: la ideología de género y la autonomía corporal se han convertido en los nuevos dogmas del poder. En el Congreso Empresarial vimos cómo algunos discursos feministas, más que buscar equidad, buscan redefinir la vida misma. Desde el Ministerio de Salud, cada proyecto que toca el tema de género o infancia incluye un funcionario encargado de “garantizar los derechos sexuales y reproductivos”, lo que convierte la política pública en una herramienta de presión moral y cultural. En contraste, los proyectos pro-vida o de protección a la niñez —aquellos que proponían fortalecer la familia, limitar la ideologización en los colegios o brindar acompañamiento a madres gestantes— han sido archivados o excluidos del orden del día. Mientras tanto, propuestas como el Proyecto de Ley 438 de 2024C, con irregularidades en firmas y respaldo técnico del Ministerio de Salud, siguen avanzando. La Sentencia C-055 de 2022, que despenalizó el aborto hasta la semana 24, abrió la puerta a un marco normativo donde el Estado no solo tolera la interrupción de la vida, sino que la garantiza como derecho. Y mientras la Corte promueve la eutanasia bajo el nombre de “muerte digna”, los proyectos que buscaban fortalecer los cuidados paliativos o la adopción responsable quedaron sin respaldo político. El país, que alguna vez se proclamó defensor de la familia, ahora legisla contra ella, disolviendo su autoridad y su función natural.
El Principito regresó a la Tierra, esta vez a Colombia, y decidió visitar el Congreso del Cambio. En sus pasillos escuchó palabras hermosas: “inclusión”, “libertad”, “igualdad”. Pero al mirar más de cerca, vio que esas palabras estaban huecas, como planetas vacíos. El primero que encontró fue un Rey rodeado de asesores y promesas. “Yo gobierno para todos” —decía— “pero los valores deben evolucionar”. El Principito le preguntó: “¿Y quién gobierna tu conciencia?”. El Rey, sin mirarlo, respondió: “La tendencia del momento”.
Luego conoció a la Vanidosa, una senadora de mirada firme y discurso elocuente, que hablaba de amor, equidad y derechos frente a las cámaras. “¿Por qué lo haces?” —preguntó el Principito—. Ella sonrió mientras un asesor le corregía el peinado: “Porque decir lo correcto da votos”. “¿Y qué es lo correcto?”, insistió el Principito. Ella miró a los fotógrafos y dijo: “Lo que todos aplauden”. Mientras el pueblo sufría, la Vanidosa acumulaba reconocimientos, menciones y portadas, sin recordar que el verdadero liderazgo no se mide en luces, sino en frutos.
Lo paradójico fue que, mientras la Vanidosa impulsaba con fervor la ley “Hijos del Estado”, presentada ante la opinión pública como un avance en protección infantil, en realidad esa norma abría la puerta a algo mucho más preocupante: la sustitución progresiva del papel de los padres por el Estado. Detrás del discurso de “garantizar derechos” se escondía una idea contraria a los principios cristianos y católicos que fundan a la familia: que los hijos ya no pertenecen a sus hogares, sino al sistema. Un modelo donde el Estado define qué es el bien, qué valores enseñar y hasta qué identidad puede adoptar un menor. Bajo esa misma lógica, el proyecto “Con los niños no se metan”, que buscaba prohibir el cambio de género en menores de edad, fortalecer la patria potestad y reconocer el derecho de los padres a educar según su fe, quedó relegado en un cajón, sin debate ni defensa real. Mientras se aprobaban iniciativas que fragmentan la autoridad familiar, se archivaban las que pretendían protegerla. Así, la bandera de la niñez se ondeó en nombre del progreso, pero se manchó con la indiferencia moral. En lugar de promover hogares sólidos y principios éticos, se ha promovido un Estado que pretende criar, educar y hasta definir la conciencia de los hijos, transformando el amor familiar en una política pública administrada desde un escritorio. Ese es el verdadero peligro: cuando el Estado se convierte en padre y la familia en una formalidad, la sociedad pierde su alma y los valores dejan de ser convicciones para convertirse en decretos.
El Borracho representaba al ciudadano que se refugia en la distracción. Bebía de la copa del entretenimiento, de las redes y del olvido. “¿Por qué bebes?” —preguntó el Principito—. “Para no pensar en que me robaron la verdad” —respondió, y siguió bebiendo la indiferencia. La Rosa era la mujer, valiente pero confundida. Le dijeron que su poder está en decidir sobre la vida, y no en protegerla. Le prometieron libertad, pero le dieron soledad. Le hablaron de derechos, pero olvidaron su dolor cuando, tras “decidir”, queda sola en un sistema que no abraza ni sana.
El Zorro, símbolo de la sabiduría, le susurró al oído: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16). Pero nadie lo escuchaba, porque la política moderna ya no escucha verdades, solo eslóganes. Y el Aviador, cronista de este viaje, miró al cielo y comprendió que no se trataba de ideología, sino de alma. La crisis no está en las leyes, sino en los corazones que ya no distinguen entre el bien y el mal.
Colombia vive hoy una paradoja: se promueven los derechos reproductivos, pero se abandona al niño; se habla de eutanasia como libertad, mientras se descuida la dignidad de vivir; se exalta la igualdad, pero se censura la fe y la familia. Las bancadas que prometieron cambio lo lograron —pero cambiaron lo que no debían: la ética, la conciencia y el valor de la vida. “Y como no aprobaron tener en cuenta a Dios, Él los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen” (Romanos 1:28). Ese es el espejo que hoy nos muestra el cielo: una nación que reemplazó la verdad por el consenso, la justicia por la conveniencia y la fe por la corrección política. Un país donde se legisla con las manos, pero no con el corazón.
Por eso el llamado no es solo político, sino espiritual. Necesitamos representantes que amen la verdad más que el aplauso, que entiendan que proteger la familia no es retroceso, que cuidar al niño no es ideología y que defender la vida no es fanatismo. Porque una nación se destruye no por una ley, sino por el silencio de quienes sabían que algo estaba mal y no dijeron nada. Que el Espíritu Santo despierte a Colombia, que la vida vuelva a ser sagrada, y que el amor —no el poder— sea el eje de toda decisión pública. Dios salve a Colombia.