El Principito y los hijos del Estado

Colombia impulsa una ley que dice proteger a los niños, pero los arranca de su raíz: la familia. Como en los regímenes que alguna vez prometieron igualdad, el Estado se disfraza de padre y convierte el amor en trámite. La historia vuelve a repetirse, y solo el voto podrá detenerla.

Una noche, el Principito volvió a la Tierra.

No cayó en el desierto, sino frente a un edificio de columnas grises donde una placa decía:

“Ministerio de la Protección de la Niñez”.

Entró curioso.

—¿Ustedes cuidan a los niños? —preguntó con esa voz suya que siempre desarma.

Una mujer con carpeta respondió sin mirarlo:

—Los protegemos, pequeño. Tenemos programas, indicadores y metas sostenibles.

—¿Y los conocen por su nombre? —preguntó él.

La mujer lo miró confundida.

—Eso no está en el formulario —dijo.

El Principito suspiró. En su planeta, un niño era un misterio; aquí, parecía ser un dato.

Siguió caminando y llegó al Congreso. Los legisladores discutían con tono solemne.

Una senadora, con voz segura, decía:

—Los hijos ya no pertenecen a la familia, sino al Estado.

—¿Por qué? —interrumpió el Principito.

—Porque así nadie sufrirá la desigualdad de haber nacido en un hogar distinto. Todos serán iguales bajo la tutela del Estado.

El niño recordó lo que había leído sobre un lugar llamado Unión Soviética, donde también se aprobó una ley parecida. Allí, los hijos fueron declarados “del Estado” para garantizar el progreso colectivo. Las escuelas se convirtieron en templos del poder y los padres, en sospechosos de su propia paternidad. En nombre de la igualdad, se impuso el control. En nombre de la justicia, se sembró miedo.

Y cuando el Estado quiso enseñar a amar, ya no quedaba amor que enseñar.

—Pero si el Estado se convierte en padre —dijo el Principito—, ¿quién enseñará a amar?

La senadora sonrió, segura de sí misma:

—El amor es relativo. Lo importante es cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

—¿Y cuál de esos objetivos enseña a un niño a perdonar? —preguntó el Principito.

El silencio cayó como un manto.

Salió entonces a la plaza y vio a tres hombres discutiendo:

El primero, con un martillo dorado, decía ser juez.

El segundo, con un maletín, decía ser ministro.

El tercero, con una toga polvorienta, decía ser fiscal.

—Nosotros —dijo el juez— somos los guardianes de la niñez.

—¿Y qué hacen cuando un niño es olvidado? —preguntó el Principito.

—Creamos otra comisión —respondió el ministro.

—Archivamos el caso —agregó el fiscal.

El Principito los miró con tristeza.

—En mi planeta —dijo—, cuando una flor sufre, uno se sienta a su lado hasta que sana.

Caminó entonces hacia un jardín donde una madre abrazaba a su hijo.

—¿Por qué lloras? —le preguntó.

—Porque esta nueva ley dice que el Estado sabrá mejor que yo cómo educarlo —respondió ella—.

Dicen que es por su bien, pero en realidad me lo están quitando poco a poco.

El Principito entendió entonces que la ley no era protección, sino engaño.

Era el Estado disfrazado de guardián, reclamando lo que no le pertenece: el alma del niño.

Era la burocracia sustituyendo al amor.

Era el progreso olvidando su raíz.

En su cuaderno, escribió:

“El poder público se olvidó de que el niño no es una política, sino una promesa.

La familia no es un obstáculo para el progreso, es su raíz.

Un Estado que reemplaza a los padres crea huérfanos del alma.”

Antes de partir, fue al Senado una vez más.

Miró a los nuevos candidatos a senadores que se preparaban para hablar del futuro.

Les dijo:

—El país que van a construir no se escribe con decretos, sino con corazones.

Si legislan sin verdad, harán del niño un objeto.

Si legislan sin fe, harán del amor un trámite.

Si olvidan a la familia, destruirán la patria.

Y añadió, casi en un susurro:

—Colombia cree avanzar, pero está regresando a la historia que otros pueblos ya lloraron.

El Principito se alejó despacio, mientras el eco de su voz quedaba flotando en el recinto:

“Lo esencial sigue siendo invisible a los ojos…

pero también a las instituciones que han dejado de mirar con el corazón.”

Entonces miró al cielo, y con una última mirada hacia el Congreso, escribió:

“La esperanza no está en los viejos decretos, sino en los votos nuevos.

Que los colombianos recuerden, al elegir, que ningún Estado puede amar como una familia.

Y se marchó, dejando su última advertencia al viento:

“El futuro de los niños depende de los hombres y mujeres que elijan cuidarlos, no de las leyes que prometan

Anterior
Anterior

El silencio que habla: cuando callar es una forma de gobernar

Siguiente
Siguiente

EL PRINCIPITO Y LA NACIÓN DEL CAMBIO: ENTRE LAS ESTRELLAS PERDIDAS DE LA ÉTICA