"Colombia a la deriva… ¿y el presidente hablando de hipopótamos?"

“En un país con profundas urgencias, el presidente parece habitar una realidad alterna. Su último discurso, lleno de divagaciones y simbolismos desconectados, expone una desconcertante distancia entre el Gobierno y los ciudadanos. Mientras la salud colapsa y la inseguridad crece, el jefe de Estado lanza acusaciones y propuestas que desconciertan más que resuelven. Este artículo analiza, sin insultos, pero con firmeza, cómo la desconexión presidencial se ha vuelto un problema de todos”.

Ser colombiano no debería doler tanto, pero últimamente duele. Y no es por ideología, ni por colores políticos, ni por haber votado a favor o en contra de alguien. Duele porque, como ciudadanos, vemos a un país con enormes retos mientras quien debería liderar con claridad y responsabilidad parece vivir en una realidad completamente distinta. Quitándonos las banderas políticas, es necesario reconocer que el presidente ha fallado. Ha fallado como jefe de Estado, por su incapacidad para garantizar la estabilidad institucional, y ha fallado como jefe de Gobierno, por su desconexión con las verdaderas necesidades de los colombianos.

Su más reciente discurso fue una muestra clara de esa desconexión. Quienes esperaban respuestas concretas sobre los problemas del país, encontraron una mezcla caótica de temas sin orden ni conexión. Empezó hablando sobre la crisis en el sistema de salud y las deudas de las EPS, para luego desviarse hacia ideas como trasladar la Estatua de la Libertad a Cartagena, la historia de los hipopótamos y afirmaciones históricas que no resistieron el mínimo rigor. Fue un discurso que dejó más preguntas que respuestas y que reflejó, para muchos, la distancia entre el presidente y el país real.

Lo más preocupante, sin embargo, no fueron las divagaciones, sino los señalamientos. En lugar de asumir responsabilidad por el deterioro del sistema de salud, el presidente optó por culpar a otros con términos muy graves: llamó criminales, traidores y violadores de derechos humanos a actores del sistema. Pero esta crisis no es responsabilidad exclusiva de las EPS. El propio Gobierno, al modificar unilateralmente reglas del juego como el valor de la UPC y al retrasar pagos, ha alimentado el colapso. Lejos de buscar consensos, se prefirió intervenir sin pruebas concluyentes, con decisiones improvisadas, cargadas de confrontación.

Todo esto se dio mientras las prioridades del país siguen sin resolverse. En vez de hablar de empleo, inseguridad, inflación, educación o servicios públicos, el presidente dedicó tiempo a hablar de símbolos y gestos que no cambian la vida de nadie. ¿En qué momento el traslado de una estatua o el destino de los hipopótamos pasó a ser más importante que los hospitales sin insumos o los ciudadanos esperando una cita médica?

El tono del discurso también preocupa. Fue agresivo, hostil, poco inclinado al consenso y mucho más centrado en dividir que en unir. No hubo autocrítica. No hubo una invitación al trabajo conjunto. Solo hubo señalamiento. Un presidente no debería gobernar desde el resentimiento, sino desde la escucha. Y cuando el poder se ejerce desde la confrontación permanente, lo que se erosiona es la democracia misma.

Desde la ciencia política ya hay alertas claras: se percibe un giro hacia el populismo, el intervencionismo y una centralización del poder que incomoda incluso a quienes lo apoyaron en su momento. El desprecio por las otras ramas del poder público, la retórica unilateral, la tendencia a pasar por encima del sistema de pesos y contrapesos, nos obliga a preguntarnos si estamos frente a un gobierno de todos o simplemente frente a un proyecto personal.

No se trata de odiar al presidente ni de sumarse a una oposición por oposición. Se trata de exigir lo que corresponde a cualquier mandatario en democracia: responsabilidad, coherencia, cercanía con el pueblo y respeto por las instituciones. La paz total no puede ser una excusa para el abandono de otras funciones esenciales del Estado. Y la crítica no puede seguir siendo interpretada como traición. Este país necesita menos discursos simbólicos y más acciones reales. Menos espectáculo, más gestión. Menos acusaciones, más soluciones.

Hoy, millones de colombianos sienten que el país va a la deriva mientras el presidente mira para otro lado. No queremos un gobernante perfecto. Solo uno que esté presente, que escuche, que entienda y que actúe. La pregunta, sin ánimo de ofender, es si el presidente todavía vive en el país que gobierna. Y si aún está a tiempo de reconectar con la Colombia real, la que no aparece en los discursos pero vive cada día sus consecuencias.

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