En Mineápolis no mataron niños, intentaron matar a Dios
Dicen que cuando un niño ríe, el universo se enciende. Pero en Mineápolis quisieron apagar esa luz. No fue solo un disparo ni un acto aislado: fue un mensaje escrito en un arma que llevaba grabado “Kill Kids”. Ese crimen buscaba algo más que destruir vidas inocentes; era un grito contra la fe, contra la inocencia y contra Dios mismo.
¿Por qué alguien desearía herir a los más pequeños? Porque cuando la pureza incomoda, se vuelve peligrosa para quienes rechazan todo lo que recuerde a verdad y a límites. En este tiempo, los cristianos se han convertido en el blanco incómodo de una cultura que, disfrazada de libertad, busca borrar la fe del espacio público. No importa la edad, no importa la inocencia: lo que estorba no son los niños, sino lo que ellos representan.
Había un silencio pesado, como si el mundo mismo contuviera el aliento.
—¿Por qué alguien escribiría en su arma “Kill Kids”? —preguntó el Principito con la inocencia que nunca deja de doler.
El Zorro bajó la mirada.
—Porque ya no ven niños, ven símbolos. Lo que odian no son los pequeños, sino lo que ellos representan: pureza, verdad, fe en Dios. Y eso es lo que quieren borrar.
—¿Tan grande puede ser el odio? —insistió el Principito.
—Cuando una sociedad convierte a Dios en su enemigo, todo lo que refleja su presencia se vuelve una amenaza —respondió el Zorro con dureza—. Y los cristianos, con su fe sencilla, se han vuelto el blanco. Para la cultura woke, creer en Dios es un acto de rebeldía contra su nuevo dogma.
El Principito guardó silencio un momento y luego preguntó:
—¿Y los niños? ¿Por qué ellos?
—Porque son la prueba viviente de que la vida es sagrada. Porque cada sonrisa contradice el vacío que otros quieren imponer. Atacar a los niños es atacar el corazón mismo de la humanidad. Y Mineápolis lo mostró sin máscaras: el odio ya no tiene límites.
—¿Y qué pasará si seguimos callando? —dijo el Principito con voz temblorosa.
—Entonces no solo matarán a los niños. Terminarán matando la idea de Dios en el mundo —respondió el Zorro—. Y cuando un pueblo acepta que los inocentes son un blanco legítimo, ya perdió su alma.
El viento sopló como si quisiera borrar las palabras. Pero no pudo.
Lo ocurrido en Mineápolis es más que una tragedia: es una advertencia. Si se normaliza que la fe y la inocencia sean perseguidas, lo que se persigue en realidad es a Dios mismo. Y cuando Dios es expulsado de la vida pública, lo que queda es un mundo vacío, frío y sin luz.