El universo que olvidó su corazón
“El Principito miró el universo llamado Colombia y comprendió que muchos hablan de vida, pero olvidaron vivirla con coherencia.
En medio del ruido, conoció a Duván, un hombre de fe y silencio, que enseñó que la vida vale cuando se ama a Dios y se sirve con verdad.
Su partida recordó que aún en este universo herido, hay almas que brillan porque vivieron con amor. 🌟”
El Principito llegó a un universo extraño.
No era un planeta, pero tenía el mismo silencio que los desiertos. En él, la gente hablaba de vida, pero vivía rodeada de muerte. Algunos gritaban por las injusticias lejanas, mientras callaban las de su propia tierra.
—¿Por qué lloran por otros si no lloran por los suyos? —preguntó el Principito.
Y un zorro cansado le respondió:
—Porque han perdido la coherencia, pequeño. Creen que la verdad está lejos, cuando en realidad muere cada día a su lado.
En aquel universo llamado Colombia, un rey hablaba de ser “potencia de vida”, pero sus palabras eran humo. Los hospitales eran templos del olvido, y las leyes nacían sin amor. Los senadores que decían defender la vida firmaban papeles sin leerlos, abriendo puertas a la muerte disfrazada de derechos.
El Principito miró al cielo y vio lágrimas que no eran de lluvia: eran de un pueblo cansado, de madres que esperaban justicia, de niños que escuchaban en las escuelas proyectos que hablaban de emociones sin alma ni cuidado.
—¿Por qué enseñan sobre la vida sin entender el dolor? —susurró el Principito.
Y el zorro, con voz quebrada, contestó:
—Porque confunden curar con exponer, enseñar con desangrar. Hay heridas que no se abren frente a todos, sino frente a Dios.
El Principito comprendió entonces que ese universo llamado Colombia había olvidado mirar con el corazón. Que muchos preferían defender causas extranjeras antes que abrazar al hermano que sufre al lado.
Era un universo líquido —como decía un viejo sabio— donde nada permanecía: ni los valores, ni la fe, ni la coherencia.
Pero un día, mientras el sol se escondía tras las montañas, el Principito conoció a un hombre distinto. No vestía con poder ni hablaba con estridencia. Su nombre era Duván.
—¿Quién es usted? —preguntó el Principito.
—Solo un hombre que ama —respondió él—. Amo a Dios, a mi esposa, a mis hijas y a mi familia. Eso basta.
Y su voz tenía el peso de la verdad, esa que no necesita gritar.
El Principito lo observó en silencio.
Duván no hablaba de justicia, la practicaba. No presumía fe, la vivía. En un mundo donde todos quieren brillar, él prefería alumbrar con discreción. Era un árbol firme en medio de un bosque que se derrumba.
—Cuando un hombre así se va, el cielo gana lo que la tierra pierde —dijo el zorro, con lágrimas en los ojos.
El Principito miró hacia las estrellas y comprendió el sentido de la vida:
no era sobrevivir, ni hablar de amor, sino ser coherente entre lo que se cree, se siente y se hace.
Porque quien vive con coherencia deja huellas que ni el tiempo borra.
Para el tío Duván
Hombre de fe y de silencio.
Ejemplo de bondad en un universo que ha olvidado mirar a Dios.
Su vida fue oración, su palabra fue consuelo, su presencia fue amor.
No necesitó títulos para ser grande ni discursos para ser sabio.
Vivió para servir, creyó para sanar, amó para enseñar.
Hoy el cielo lo recibe con brazos abiertos,
y en la tierra su ejemplo queda sembrado,
como semilla que florecerá cada vez que alguien decida ser coherente,
amar sin medida,
y mirar la vida —como él lo hacía— con los ojos de Dios.
Hasta pronto, tío Duván.
Su silencio seguirá hablando.
Su fe seguirá guiando.
Y su vida seguirá brillando,
en medio de este universo llamado Colombia
que aún busca su corazón.
Y entonces,
el Principito miró otra vez el universo llamado Colombia,
y una lágrima cayó en su estrella,
porque entendió que todavía hay hombres que honran la vida,
y que aunque el universo olvide,
el cielo nunca olvida a los que vivieron con amor y con verdad. 🌟