El Principito y los Rostros del Reino
“No todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.”
— Mateo 7:21
El Principito, que un día creyó que la política era el arte de servir y no de servirse, empezó a notar algo extraño en el aire. Las redes sociales, ese universo donde todos quieren ser reyes, se llenaron de discursos, promesas recicladas y sonrisas de campaña. Los senadores y representantes del reino parecían haber recordado —de repente— que el pueblo existía.
Fue entonces cuando el Principito observó lo que ocurría en la Comisión Séptima: una reforma a la salud que parecía más una lucha de intereses que un acto de amor por el enfermo. Y mientras los unos gritaban que salvaban al país, los otros negociaban lo que quedaba de la fe del pueblo.
En medio del bullicio, conoció al Político del Espejo, que se miraba a sí mismo cada mañana y preguntaba al reflejo si seguía pareciendo honesto. Decía “Dios los bendiga” en cada discurso, pero olvidaba a Dios en cada decisión.
También apareció el Senador del Silencio, aquel que nunca votaba en contra de su partido aunque su conciencia gritara lo contrario. Había aprendido que callar también otorga poder, y que el silencio, bien administrado, puede ser rentable.
Más adelante encontró a la Senadora de los Principios Perdidos, que un día prometió defender la vida, la familia y la fe. Llegó al Congreso diciendo que serviría en el nombre de Dios, pero pronto cambió sus convicciones por aplausos y alianzas.
—“Todo por la fe… mientras dé votos”, murmuró, mirando las cámaras con una sonrisa ensayada.
El Principito la miró con tristeza, porque entendió que no se puede representar a Dios y al poder al mismo tiempo.
Caminando entre ellos, el Principito encontró al Ciudadano del Miedo, que veía el deterioro del reino pero ya no creía en nadie. Había cambiado la esperanza por la costumbre, y el voto por la resignación.
Y más allá, casi escondido, estaba el Creyente del Corazón Limpio, un hombre sencillo que aún oraba por sus gobernantes. No pedía cargos ni beneficios, solo coherencia. Le dolía ver cómo algunos usaban su fe para llegar al poder y luego la enterraban en los pasillos del Congreso.
Entonces el Principito pensó: ¿y quién vela por los que prometieron llegar en el nombre de Dios?
Recordó aquellos que juraron servir sin burocracia, con principios claros, levantando la bandera del cristianismo y la libertad religiosa. Pero ahora, al verlos de iglesia en iglesia, de púlpito en púlpito, ya no supo si buscaban almas o votos.
“Haré mi veeduría”, dijo. “Revisaré los periodos legislativos, los programas con los que se comprometieron, y compararé sus palabras con sus hechos. No solo veré si asistieron a las sesiones o si presentaron proyectos, sino si esos proyectos fueron coherentes con sus principios, con la fe que decían defender, con las promesas que hicieron al pueblo y a Dios.”
Porque servir en el Congreso no es un acto simbólico, sino una responsabilidad espiritual, ética y política. Y el que se ampara en la fe para llegar al poder debe honrarla en sus leyes, no usarla como disfraz.
Le quedan dos meses al reino antes de que empiece la feria de las urnas. Dos meses para que cada quien muestre si su fe fue convicción o estrategia. Y el Principito, mientras observaba los templos y las pantallas, susurró con tristeza:
—Muchos se perdieron por el camino… en busca de poder.
Porque al final, la verdadera legislatura no se mide en discursos ni en fotos, sino en cumplimiento, coherencia y verdad. Y los que usaron el nombre de Dios para llegar, deberán rendir cuentas no solo en el Congreso… sino en el Reino que no tiene campañas ni aplausos.
Colombia debe despertar. No dejar que el ruido apague la voz de la conciencia ciudadana. Exigir cuentas, comparar obras con palabras y no entregar el voto a quien olvida lo que prometió.
Porque la fe no se defiende con discursos, sino con coherencia.
Y mientras el viento movía su bufanda dorada, el Principito concluyó en silencio:
—El poder pasa… pero la verdad permanece.