El silencio que habla: cuando callar es una forma de gobernar

“Cuando callar es una forma de gobernar — En un edificio donde los adultos dicen proteger a los niños, el Principito descubre que el silencio de ciertos gobernantes no es prudencia sino estrategia: una forma de ocultar lo que no se atreven a decir.”

La senadora vanidosa, incapaz de responder si cree que los niños pertenecen al Estado o a sus padres, revela con su silencio más que con cualquier discurso. Este texto recorre ese silencio a la luz de San Agustín y de los grandes pensadores teístas que advirtieron que callar en lo esencial es una complicidad con el poder que pretende expandirse más allá de sus límites.

Cuando el Principito regresó a la Tierra, no apareció en un desierto sino frente a un edificio solemne donde los adultos decían proteger a los niños. Desde lejos, parecía un templo de justicia; de cerca, un laberinto de puertas cerradas, discursos vacíos y pasillos donde la verdad siempre llegaba tarde. En el primer corredor encontró a la senadora vanidosa, rodeada de cámaras, asesores y espejos. Los espejos eran indispensables: sin ellos, parecía perder la noción de quién debía ser. El Principito, que no sabía fingir, le hizo la pregunta que todos evitaban: —¿Eres socialista? ¿Por qué guardas silencio cuando te preguntan quién decide por los niños: sus padres o el Estado? Porque con tus proyectos y leyes… pareciera que no lo tienen claro. La senadora vanidosa sonrió, acomodó su chaqueta y, como siempre, no respondió. Su silencio estaba tan pulido como sus espejos. Había descubierto que evadir era menos costoso que decir la verdad.

San Agustín de Hipona había advertido algo que encajaba perfectamente en ese pasillo: “Peca no solo quien hace el mal, sino quien pudiendo impedirlo, no lo impide.” El Principito recordó esas palabras al ver la forma calculada en que la senadora se escondía detrás del silencio. No era indecisión: era complicidad. Al avanzar por el edificio, encontró otros personajes igualmente inquietantes. Estaba el Ministro de las Palabras Vacías, que hablaba sin que nada significara nada. Estaba la Asesora de las Firmas Obedientes, que aprobaba leyes sin entenderlas. Estaba el Guardián del Estado Tutor, que insistía en que el gobierno debía decidir por todos “por su propio bien”. Pero ninguno dominaba el arte del silencio como la senadora vanidosa.

Jacques Maritain, uno de los grandes politólogos teístas, escribió: “El primer abuso del poder político es esconder la verdad cuando debe ser proclamada.” El Principito comprendió que eso era justamente lo que presenciaba: un silencio diseñado para ocultar la naturaleza real de los proyectos que se impulsaban. Hannah Arendt había advertido que “cuando la palabra desaparece, lo que avanza es el poder del Estado.” En ese edificio, el silencio no era timidez: era una herramienta política. El Principito abrió uno de los proyectos de ley que descansaban sobre una mesa. En él, el Estado se declaraba tutor, guía y árbitro de los niños. Comprendió por qué la pregunta “¿Eres socialista?” dejaba muda a la senadora: responder implicaría admitir la intención de subordinar a la familia al aparato estatal.

C.S. Lewis había advertido sobre ese tipo de sistemas: “No existe tiranía más peligrosa que la ejercida para tu propio bien.” Y allí estaba el mecanismo: hablar de protección para justificar control. Reinhold Niebuhr lo había expresado con crudeza: “Las injusticias prosperan no por la fuerza de los malvados, sino por el silencio de los buenos.” Y en ese edificio, el silencio era abundante, cómodo y perfectamente calculado.

El Principito regresó a la senadora vanidosa con la misma pregunta, esta vez más firme: —¿Eres socialista? ¿Por qué guardas silencio cuando te preguntan quién decide por los niños: sus padres o el Estado? Porque con tus proyectos y leyes… pareciera lo contrario de lo que dices. ¿Por qué no puedes responder? Ella volvió a mirarse en sus espejos, pero el espejo no tenía ninguna respuesta. El silencio, otra vez, habló más claro que cualquier declaración pública. San Agustín había dejado escrito hace siglos: “Callar la verdad es alimentar la injusticia.” Y el Principito entendió que, cuando quienes dicen defender a los niños callan, no es porque no sepan qué responder: es porque la verdad revelaría lo que intentan ocultar.

Y entonces el Principito salió de aquel edificio con una certeza que ningún adulto quiso escuchar: que en temas de niños y familia, el silencio no es un descuido, es una confesión; no es un error, es un proyecto; no es prudencia, es una alianza. Porque quien calla mientras el Estado estira la mano para tomar lo que pertenece a los padres, no está cuidando a los niños: está entregándolos. Y en ese instante el Principito comprendió lo que los adultos fingen no entender: que a veces el silencio no solo es cómplice… es culpable.

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El Principito y los hijos del Estado