“Cuando llegue el 2030: El Principito en el Congreso que se Olvido de la Gente”
“Si no votamos con conciencia, de aquí al 2030 podríamos quedar atrapados en un país dirigido por promesas que nunca se cumplieron y programas que se esfumaron apenas terminó la campaña. Un país gobernado por ilusiones, mientras lo esencial se deshace. Por eso no podemos seguir dándole espacio a quienes prometen mundos y entregan migajas: es hora de asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos, exigir hechos y construir con criterio el futuro que nos tocará vivir.”
Aquella noche, el Principito volvió a la Tierra y no cayó en un desierto.
Apareció frente a un edificio enorme, lleno de columnas grises y ventanas encendidas.
El letrero decía: “Congreso de la República – Camino al 2030”.
Pero el edificio no parecía una casa donde se cuidara el país.
Parecía un salón de fiesta donde nadie sabía por qué estaba ahí.
El Principito entró y encontró un espectáculo extraño:
decenas de legisladores admirándose a sí mismos, tomándose fotos, aplaudiéndose entre ellos, hablando de logros que nadie afuera había sentido.
Cada uno sostenía un espejo.
El Principito nunca había visto un planeta así: un lugar donde la política no se trataba de la gente, sino del brillo propio.
—¿Por qué están tan ocupados? —preguntó.
Uno respondió, sin quitar la mirada de su espejo:
—Estamos construyendo el futuro. La Agenda 2030 es nuestra gran misión.
Tenemos metas, indicadores, resoluciones… es mucho trabajo.
El Principito parpadeó.
—¿Y la gente? ¿Los niños? ¿Las familias? ¿Los que creen?
Silencio.
Los legisladores ni siquiera entendieron la pregunta.
El Principito salió del salón y caminó por un pasillo donde encontró un jardín que parecía bonito a la distancia, pero marchito de cerca.
Allí estaban los niños.
No jugaban, no reían.
Muchos cargaban mochilas llenas de programas y manuales que parecían más pesados que ellos.
Una niña le dijo:
—Dicen que somos prioridad del futuro… pero nadie nos escucha.
Hablan de nosotros en discursos, pero no en nuestra casa.
Hacen leyes sin preguntarle a mi mamá.
A veces cambian lo que me enseñan sin avisarle.
A veces nos sienten más como un número que como hijos.
El Principito se agachó para mirarla a los ojos.
En ellos no había rabia: había soledad.
Más adelante encontró un libro enorme tirado en el piso.
Decía: “Hacia el 2030: Niños del Sistema”.
Lo abrió y vio páginas que hablaban de protección, sí…pero también páginas donde, escondido entre tecnicismos, se iba desplazando a la familia.
Decisiones que antes tomaban los padres ahora eran definidas por normas, comisiones, lineamientos y agendas.
Y todo en nombre de un “futuro mejor” que parecía no incluir la voz de quienes más importan.
Una madre, con el cansancio de los que nunca renuncian, apareció entre las sombras.
—No queremos pelear con nadie —dijo—.
Solo queremos que nos vean.
Que recuerden que la familia existe.
Que nuestros hijos no son un proyecto del Estado.
Que criarlos no es una meta internacional, sino un acto de amor.
El Principito sintió algo en el pecho que ardía como si fuera verdad desde el origen del mundo.
Siguió su camino y llegó a un rincón donde un grupo de creyentes oraba en silencio.
No pedían privilegios.
Pedían respeto.
Pedían no ser tratados como un estorbo para los planes del futuro.
Pedían que su fe no quedara arrinconada como si fuera un problema.
Uno le dijo:
—El papel puede decir cosas bonitas.
Pero si quienes hacen las leyes solo buscan aplausos,
cualquier agenda se vuelve herramienta para imponer, no para proteger.
Y allí somos nosotros, nuestros hijos, nuestras familias… quienes quedamos sin voz.
El Principito lo comprendió:
el problema no era el 2030,
ni las metas,
ni la agenda.
Era algo más simple y más grave:
legisladores que se olvidan de la gente real.
Entonces vio un futuro posible:
escuelas donde los padres ya no cuentan,
niños tratados como indicadores,
familias sin derecho a opinar,
creyentes silenciados por no encajar,
profesores presionados a enseñar lo que no creen,
y un Congreso satisfecho porque en los informes todo “se ve bien”.
El edificio seguía lleno de espejos.
Pero el país estaba vacío.
Antes de irse, el Principito tomó una tiza y escribió en la fachada:
“Un país no se construye desde un espejo.
Si olvidan a la gente, olvidan el futuro.
Si olvidan a la familia, olvidan a los niños.
Y si olvidan lo esencial, ya no hay 2030 que valga.”
Y se marchó.
Porque él sabía que el futuro no se hace con aplausos,
sino con responsabilidad.