El Rey de las Inconsistencias

“Y así comprendí algo triste: mientras un gobernante prefiera las ovaciones de sus bodegueros a la voz silenciosa de un niño, su reino jamás cambiará. Solo cuando la niñez sea protegida como se protege una rosa y la familia como se cuida un hogar de volcanes, podrá nacer un país verdadero. Hasta entonces, este rey seguirá siendo recordado no por transformar su mundo, sino por haber sido uno de los más inconsistentes que pasaron por su trono, incapaz de poner el interés nacional por encima de su propio espejo.”

Cuando volví a la Tierra, no caí en el desierto donde conocí al aviador. Esta vez llegué a un país grande, verde y cansado, donde todos hablaban del rey de las inconsistencias. Y como siempre, quise entender. Me dijeron que era un rey que hablaba con fuerza sobre los niños que sufrían en tierras lejanas, pero cuando se trataba de los niños de su propio reino, aquellos que vivían en montañas olvidadas, en selvas donde aún resonaba la guerra o en pueblos donde la infancia temía la noche, su voz se hacía pequeña, casi invisible. Caminando por ese reino encontré al Farolero, que encendía y apagaba su lámpara sin descanso. Le pregunté por qué lo hacía tan rápido y me respondió que el rey quería que todo pareciera brillante, aunque la oscuridad siguiera viva. “Si dejo la noche como es, sus ayudantes se molestan —me dijo—. Dicen que debo encender la luz para que él crea que su reino está bien.” Seguí mi camino y encontré al Zorro, que siempre habla con lo esencial. “Principito —me dijo—, este rey dice que ama la paz, pero su reino aún escucha disparos. Dice que protege la niñez, pero tampoco lo demuestra. Y ya sabes: solo se conoce bien lo que se domestica. Él no ha domesticado la responsabilidad de cuidar a sus propios niños.” Yo lo miré con tristeza. Recordé entonces a mi Rosa, tan frágil que un viento bastaba para dañarla. “La niñez es como una rosa —le dije al Zorro—, si un gobernante no la protege, el viento la arrastra y el desierto la reclama.” El Zorro bajó la mirada. Más adelante encontré al Vanidoso, admirándose en un espejo quebrado. “¡Mírame, Principito! ¡Soy el rey más querido por las estrellas!”, gritaba. Pero detrás del espejo vi muchas estrellas apagadas, y entendí que eran los lugares donde los niños del reino lloraban sin que su rey los viera. Cuando por fin llegué al palacio, encontré al rey solo. Sus ayudantes lo habían dejado, y sus discursos rebotaban en las paredes como ecos sin dirección. “Majestad —le pregunté—, ¿por qué proteges tanto a los niños de otros mundos y tan poco a los de tu propio reino? ¿Por qué hablas tan fuerte hacia afuera y tan suave hacia adentro?” Él me miró como si nunca hubiera pensado en eso. Antes de irme, dejé sobre su mesa una pequeña frase, como una estrella diminuta: “La grandeza de un rey no se mide por lo que dice, sino por los niños que logra salvar.” Y me alejé en silencio, porque comprendí algo doloroso: un gobernante que prefiere las ovaciones de sus bodegueros a la voz frágil de un niño jamás podrá transformar su reino. Mientras la niñez no sea cuidada como se cuida una rosa y la familia no sea protegida como un hogar frente a un volcán, este rey seguirá siendo recordado no por cambiar a su país, sino por hundirlo en inconsistencias. Hasta que no coloque el interés nacional por encima de su espejo, su gobierno no será más que otro capítulo triste en la historia de un reino que merecía algo mejor.

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