"El Principito y el País que Olvidó la Vida"
"Colombia no necesita más leyes para morir. Necesita razones para vivir. No se gobierna con miedo ni se legisla con desprecio por la vida. Hoy no estamos construyendo país… lo estamos enterrando. Y mientras el señor del asteroide de Nariño se esconde detrás de una 'conmoción interior', el verdadero caos no está en las calles, está en su conciencia. Porque un líder que olvida la vida, no gobierna una nación: la condena al olvido."
Una rosa me preguntó por qué no escribí ayer. Me lo dijo bajito, como con miedo de romper el silencio que había en mi corazón.
—¿Por qué no escribiste, Principito? —me dijo, con la delicadeza de quien sabe que algo se está marchitando.
—Porque esta semana fue una tormenta —le respondí.
No supe cómo contarle que algo dentro de mí se quebró. Que sentí que uno de mis padres se está yendo, no del cuerpo, sino del pensamiento. Que al otro lo sentí cada vez más cansado, como si el corazón ya no tuviera la fuerza de antes.
Pero no se lo dije así. Le hablé en lenguaje de pétalos, de silencios, de ausencias suaves. Porque las enfermedades en el alma y en el cuerpo también florecen como sombra.
El zorro me escuchaba desde la distancia, con esa mirada de quien ha visto muchas despedidas.
—¿Y qué te duele más, Principito? —me preguntó.
—Me duele Colombia —le dije sin rodeos.
Porque mientras yo intento cuidar mi rosa y entender el paso del tiempo en los ojos de mis padres, mi país se está desangrando.
Niños reclutados por grupos armados y por iglesias que usan a Dios como excusa. Las Fuerzas Armadas cada día más débiles, más silenciadas. Otro carro bomba, otro pueblo hecho ceniza, otra madre con las manos vacías.
—¿Y los grandes? —susurró la rosa.
—Ellos juran lealtad a la patria —le dije—, pero no es esta patria. Juran a una Colombia que no existe, a una que les sirve como discurso, pero no como herida. Porque ese señor, el que vive en el asteroide de Nariño, nos prometió renunciar si el país se incendiaba. Y mira: ya arde. Y él, en vez de apagar el fuego, inventa una “conmoción interior”, no para protegernos, sino por miedo…
Miedo a que su amigo Nicolás lo delate, miedo a que lo que se dijo en susurros se grite en las plazas, miedo a que el pueblo despierte.
El zorro bajó la mirada.
—¿Y la vida? —me preguntó—. ¿Todavía importa?
—Eso me pregunto todos los días —le respondí—.
Porque en medio de tanto caos, lo único que crece son proyectos de muerte.
Aborto, eutanasia, “muerte digna”. Palabras bonitas para esconder lo que no queremos enfrentar: que hemos perdido el valor por la vida.
Y mientras más se aprueban estas leyes, menos niños nacen.
La natalidad cae, los cementerios se llenan… y nosotros firmamos como si eso fuera progreso.
—¿Y los que sí luchan por vivir? —dijo la rosa, temblando.
—A ellos los olvidamos. Como a Miguel, que luchó hasta el final. Él no pidió morir, él abrazó la vida incluso en medio del dolor.
Pero este país olvida rápido. A quienes mueren con dignidad real, por amor, por deber, por patria… los enterramos dos veces: una con el cuerpo, otra con el silencio.
—¿Qué estamos haciendo, Principito? —preguntó el zorro.
—Nos estamos deshaciendo.
Porque Colombia dejó de ser un país que protege la vida, para convertirse en una tierra que la negocia.
Y lo más doloroso es que todo esto ocurre enredado entre discursos vacíos, pactos oscuros y un “proyecto de paz” que solo ha traído más muerte.
Ya no sabemos si construimos país… o si nos estamos borrando.
—¿Y qué haremos entonces? —me preguntó la rosa.
—Resistir —le dije—. Porque aunque todo parezca perdido, aún hay colombianos que creen en la vida. Que saben que no somos masas sin nombre, ni estadísticas de guerra.
Somos milagros.
Cada niño, cada anciano, cada joven con miedo, cada madre que resiste. Somos un milagro que se está olvidando.
Y tú que me lees, desde tu planeta, desde tu barrio, desde tu rincón del país, te lo digo con el corazón apretado:
No podemos permitir que nos arrebaten la vida por decreto ni por miedo. No podemos aceptar que gobernar sea silenciar, ni que legislar sea matar. No podemos seguir normalizando que se hable más de cómo morir… que de cómo vivir.
Este país no necesita más leyes de muerte. Necesita un pacto por la vida.
Por la vida real.
La que late en un vientre.
La que respira aunque duela.
La que lucha cada día con un salario mínimo, con una enfermedad, con miedo, con fe.
La que no se entrega ni siquiera ante la injusticia.
Porque si seguimos despreciando la vida, Colombia no desaparecerá de los mapas… desaparecerá del alma.
Y ese señor en el asteroide de Nariño, con su miedo a la verdad, con su paz mortal y su lealtad rota, será recordado no por lo que hizo, sino por todo lo que dejó morir.
Seguiré escribiendo.
Aunque duela.
Aunque nos digan que es tarde.
Porque todavía hay rosas que cuidar…
y un país que necesita recordar cómo se ama la vida