"Colombia está bajo ataque espiritual: ¿Dónde están los congresistas que juraron defender a Dios y la patria?"

El Proyecto de Ley 058 de 2025 no es una reforma espiritual, es una amenaza directa a la libertad religiosa, a la seguridad nacional y a la identidad de Colombia. Quieren legalizar la brujería como fe, abrirle la puerta al islam radical disfrazado de inclusión, y entregarle al Estado la tarea de proteger el engaño. No en nuestro nombre. El alma de Colombia no se negocia. Se defiende.”

Gracias. A los pastores que oran en silencio, a los sacerdotes que alzan la voz, a los líderes cristianos que no han claudicado, y a los creyentes que, sin micrófono, sin tarima ni cámara, están luchando por defender los valores de nuestra nación. Gracias a quienes, aunque no tengan poder, tienen carácter. A los que sin cargos, sin fuero ni privilegios, siguen firmes en la fe, defendiendo lo que es justo, verdadero y santo. Hoy esta editorial es por ustedes, con ustedes y para ustedes.

Colombia está bajo una amenaza que va mucho más allá de una reforma legal. El Proyecto de Ley 058 de 2025, radicado por congresistas del Pacto Histórico como Carlos Alberto Benavides, Robert Daza, Catalina Pérez, María José Pizarro, David Racero, Cristóbal Caicedo y Dorina Hernández, busca modificar el artículo 5° de la Ley 133 de 1994, piedra angular de la libertad religiosa en nuestro país. Esta ley ha garantizado durante más de 30 años que la fe tenga un marco jurídico sólido, protegiendo a las confesiones religiosas con estructura, doctrina, culto público y jerarquía definida. Es decir, protege la religión, no el caos espiritual ni la superstición.

Con una redacción ambigua, el Proyecto 058 pretende abrir las puertas para que prácticas sin fundamento religioso ni estructura formal sean reconocidas por el Estado como si fueran religiones. Aunque hablan de “prácticas espirituales ancestrales”, lo que verdaderamente están legalizando son expresiones que históricamente han sido utilizadas para manipular, estafar y dominar a los más vulnerables: santería, brujería y otros mecanismos de engaño espiritual.

Estas prácticas no son religión. No tienen doctrina, ni jerarquía, ni comunidad estructurada. Y en muchos casos, tampoco tienen raíz cultural indígena o afrodescendiente protegida por el Estado. Por el contrario, han sido denunciadas durante años por estar asociadas a estafas económicas, abusos sexuales disfrazados de rituales, manipulación psicológica, maltrato animal, abandono médico y destrucción emocional. No se trata de espiritualidad: se trata de negocio. Y ahora quieren legalizarlo.

Pero el proyecto va más allá. No solo normaliza el engaño espiritual, sino que abre una puerta peligrosa para la infiltración de movimientos radicales disfrazados de religión. En Colombia, donde más del 90% de la población profesa algún tipo de fe cristiana (católica o evangélica), este tipo de reformas puede ser el punto de entrada de doctrinas contrarias a nuestros principios democráticos y a los derechos humanos.

El islam radical, por ejemplo, no es simplemente una expresión religiosa extranjera. Es un sistema político-teocrático que, en sus versiones extremistas, promueve la imposición forzada de su ley (la sharía), la persecución de otras religiones, la censura, la desigualdad de género y la violencia como instrumento legítimo. En países donde estas ideologías se han infiltrado con el pretexto de la libertad religiosa, se ha documentado radicalización de jóvenes, células extremistas, y presión para modificar los valores tradicionales de las naciones. ¿Queremos eso para Colombia?

Legalizar cualquier “expresión espiritual” sin criterios doctrinales, sin estructura ni supervisión, equivale a poner la puerta abierta para que entren el islam radical, las sectas destructivas y toda forma de manipulación disfrazada de religión. Hoy dirán que es libertad. Mañana será censura, persecución y control. No es exageración: es historia.

La Constitución de Colombia garantiza la libertad de cultos, pero no garantiza la legalización de toda práctica que se autodenomine espiritual. Por eso la Ley 133 y el Decreto 1079 de 2016 definen claramente qué es una religión y qué no lo es. Si este proyecto se aprueba, veremos cómo en pocos años tendremos mezquitas radicales protegidas por el Estado, líderes religiosos foráneos incitando a rechazar nuestros valores, y doctrinas que hoy persiguen a los cristianos en otros países exigiendo protección legal aquí. Todo por una reforma irresponsable.

Mientras tanto, el Gobierno intenta mostrarse dialogante. Hace apenas unos días, se reunió con 30 iglesias evangélicas, con el ministro Armando Benedetti y la senadora Lorena Ríos, prometiendo que este proyecto no sería respaldado. Pero la realidad es que el proyecto sigue vivo. No ha sido archivado. Está avanzando en silencio, como avanzan los virus: sin que el cuerpo se dé cuenta, hasta que es demasiado tarde.

A los congresistas honestos: este proyecto no merece audiencias, no merece ponencia, no merece debate. Debe ser archivado sin contemplación. A las iglesias: es hora de actuar, no de negociar. La fe no se negocia. A la sociedad: esto no es una guerra contra personas, ni contra culturas. Es una defensa de la verdad, de la libertad verdadera, de los principios que sostienen una nación.

No podemos permitir que, en nombre de la inclusión, se legalice la mentira. Que, en nombre de la diversidad, se dé espacio a la radicalización. Que, en nombre de la espiritualidad, se imponga la oscuridad.

Colombia no puede abrirle las puertas al islam radical. No puede legalizar la santería como si fuera fe. No puede permitir que el Estado proteja a quienes estafan en nombre de lo espiritual. La libertad religiosa no es un juego. Es un derecho sagrado que merece defensa, no distorsión.

No en nuestro nombre. No en nombre de nuestras familias. No en nombre de nuestras iglesias. No en nombre de Colombia. Porque el alma de esta nación no se negocia. Se defiende.

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